¿Dónde queda la esperanza de los menores migrantes?

David Torres

Decir que la actual infancia inmigrante ha tenido aquí una experiencia desastrosa en los últimos dos o tres años es, literalmente, quedarse corto. En todo caso, la categoría de análisis debería llegar ya a lo traumático, tomando en cuenta tanto los avatares de su periplo infinto desde sus lugares de origen, hasta la forma en que se convirtieron en rehenes de una política migratoria de rechazo, de tortura psicológica, de maltrato físico, de encierro y de expulsión.

Pero esa parte de la realidad, que aún pesa en la conciencia, no habría tenido lugar si quienes idearon toda esa trama antiinmigrante no hubiesen actuado con perversidad, palabra que todo diccionario jurídico define como “cualidad de quien obra con mucha maldad y lo hace conscientemente o disfrutando de ello”.

Esa es precisamente la primera reacción que surge luego del contundente reporte de la Oficina del Inspector Genereal, del propio Departamento de Seguridad Nacional, que tras una investigación exhaustiva sobre la política de Cero Tolerancia del actual gobierno estadounidense encontró que la intención de las autoridades era en realidad separar a más de 26,000 menores migrantes.

Ello, por supuesto, sin la menor idea de cómo administrar datos, rutas, logística, censo, ni cómo canalizar la atención mínima para cuidar su salud o su alimentación. Es decir, sin tomar en cuenta la crisis que se desataría, ni mucho menos cómo contenerla. Tan solo por esa razón, dicha perversidad debería entrar en la tipificación de crímenes contra la humanidad por los que, en algún momento, tengan que ser llamados a rendir cuentas los responsables de tal barbarie contemporánea.

Con base en ello, se percibe que los menores eran considerados simplemente una masa informe a la que había que castigar, humillar y deshumanizar, en represalia por haberse atrevido, junto con sus familias, a aspirar a una mejor vida en el país que, creían, les podría dar cobijo en función de sus propias leyes, de su historia y de la supuesta tradición humanitaria de la que tanto se ha ufanado esta nación.

Si a esa situación se suma el hecho de que, según Naciones Unidas, entre enero y agosto de este año más de 30,000 migrantes menores de América Central fueron retornados desde Estados Unidos e incluso México hacia Guatemala, Honduras y El Salvador, el cuadro es aún más devastador.

Mientras tanto, según se ha reportado en las últimas semanas, más de un millón de casos están estancados en las cortes de inmigración, la mitad de los cuales corresponde a solicitudes de asilo, beneficio migratorio desdeñado por la presente administración al calificarlo de “ser una estafa”, contraviniendo no solamente sus propias leyes, sino las que dicta el derecho internacional para proteger a la infancia, especialmente la que se encuentra en permanente desplazamiento debido a crisis de toda índole, pobreza, guerra, violencia e incluso desastres naturales.

Su situación, sin embargo, se recrudece aún más al paso de los días en las ciudades fronterizas mexicanas hacia donde muchos de ellos han sido enviados entre el ya numeroso grupo de solicitantes de asilo, que rebasa los 55,000 seres humanos.

Expuestos a enfermedades por vivir literalmente a la intemperie con sus familias, además de ser objetivo de grupos locales de la delincuencia organizada, es seguro que arrastren por el resto de sus vidas esa sensación de vivir bajo amenaza permanente, con el agravante del rechazo del que han sido objeto en esta etapa tan temprana de sus vidas.

Sin lugar a dudas, estos han sido días para ser contados en detalle, pero sobre todo para volver a humanizar no solo el concepto de inmigrante, sino a las personas que encarnan esa figura que retrata de cuerpo entero a toda la humanidad en su historia, sobre todo a los menores de edad.

Así, mientras toma forma el proceso de jucio político contra el actual ocupante de la Casa Blanca, que ha sido todo menos buen ejemplo para la investidura que representa, el hondureño Joel Ramírez Palma, testigo clave de las fallas en la construcción que finalmente se desplomó en Nueva Orleans, lo dijo con toda la franqueza del mundo tras ser deportado a su país de origen hace unos días: “La necesidad de sacar a mi familia adelante, eso es lo principal que me llevó a ir a Estados Unidos”.

Añadió que lo único que le pediría a las autoridades estadounidenses es “que fueran más conscientes, que tuvieran más consideración, porque a veces se hacen cosas inhumanas. Yo no me considero un criminal o un peligro para Estados Unidos”.

En contraste, el gobierno de Estados Unidos está haciendo un esfuerzo enorme por que el resto del mundo pierda definitivamente su esperanza en este país y lo que, al menos para algunos, aún representa.

Y mientras tanto, en medio de todo este caos —ya sea en un centro de detención, en un campamento insalubre en la frontera mexicana o expulsados ya a sus comunidades de origen—, los niños migrantes siguen creciendo.

Su esperanza tal vez ya no.

David Torres

David Torres