México, 25 feb (EFE).- Cuando se cumple un año del primer caso de la covid-19 en México, los casi 200.000 muertos suponen un dato demoledor. Y detrás de los fríos números se esconden infinitas historias personales, vidas alteradas e incluso truncadas por una pandemia que nadie vio venir.
“LOS MÉDICOS NO SOMOS HÉROES”
“Tranquilas, no va a pasar nada. Voy a estar bien, voy a mejorar y voy a volver a trabajar”. Estas son las últimas palabras que recuerda Ivonne Peralta de su padre, Arturo, quien trabajaba en la terapia intensiva del Hospital MacGregor de Ciudad de México.
De 55 años, Arturo pone rostro a uno de los más de 3.000 médicos muertos por coronavirus en México, una de las cifras más altas del mundo.
“No tuvo su cuerpo la capacidad de soportar el daño que causa el virus de la covid y falleció en septiembre después de 12 días en estado grave”, explica su única hija con enorme entereza.
Ivonne, también trabajadora de un hospital público, rememora que su padre se ponía contento cuando se recuperaba un paciente suyo, hasta que el virus aprovechó algún despiste para quitarle la vida a quien salvaba la de los demás.
“No somos héroes, es un compromiso que todos decidimos hacer, el compromiso con tu trabajo”, cuenta Ivonne siguiendo las enseñanzas de su padre.
No por eso el duelo ha sido menos complicado: “Fue muy difícil para mí incorporarme de nuevo al trabajo. No quería que mi mamá se quedara sola en casa donde están todos los recuerdos, fotografías, su ropa, sus zapatos…”.
“PERDÍ EL TRABAJO Y ME HICE CREMADOR”
Jorge Palomo dejó de sudar en la pista de baile para hacerlo frente a un horno crematorio.
A sus 26 años, se quedó sin empleo y comenzó a trabajar en un cementerio del sur de la capital donde necesitaban a gente ante la pandemia, cuyo primer caso se detectó en México el 28 de febrero de 2020.
“Pasé de estar en un área de diversión, recreativa y alegre al otro extremo”, explica todavía con el traje de protección puesto tras una maratoniana jornada de más de 24 horas.
Y es que no hay tiempo para descansar en el Panteón Xilotepec, donde el ritmo de trabajo se ha disparado de seis a 35 incineraciones diarias, casi todas de muertos con covid.
En la teoría parece un empleo sencillo. Hay que poner el horno a 1.600 grados y esperar entre 40 minutos y una hora para completar la incineración. Pero lo cierto es que Jorge no podía dormir ni comer los primeros días.
“La única manera de saber si el proceso se está llevando bien es abriendo las puertas del horno de cremación para verlo. Es una experiencia bastante complicada. No es algo que quieras ver”, confiesa.
Al menos, pasar tantas horas frente a la muerte le ha enseñado a “disfrutar los momentos que tenemos”. “Esa parte de la muerte me ha llevado a entender la vida”, concluye.
“ME CONTAGIÉ PERO NO PUDE CUIDARME”
“Estaba sano, dos días y ‘bye'”. Con estas breves palabras y la voz rota, Guadalupe Isabel, de 39 años, resume cómo la covid-19 se llevó a quien más amaba.
Un anillo dorado que cuelga de su collar recuerda que en algún momento se unió con Martín, pero todo se quebró el pasado mayo.
El día 24 de ese mes, su esposo comenzó con tos y fiebre. Parecía que reaccionaba a los medicamentos pero en unos días recayó.
“Se sentía muy mal, le faltaba la respiración y no podía levantarse por sí mismo”, explica esta trabajadora del centro de control y emergencias de Nezahualcóyotl, municipio colindante con la capital.
Cuando finalmente Guadalupe encontró un hospital con una cama libre para su esposo, ella y su hijo de tres años ya habían desarrollado síntomas: fiebre alta, diarrea, dolor de cabeza y un sudor exagerado.
“Sí fueron fuertes (los síntomas), pero no me dio tiempo ni de atenderme. Fue un proceso muy raro, triste. No sabía qué hacer”, recuerda con impotencia la mujer.
A primera hora del 31 de mayo, el día después del cumpleaños de Guadalupe, sonó el teléfono. Era urgente intubar a Martín porque su “respiración era mínima”.
Cuando ella llegó al hospital, ya había muerto. “Fue muy rápido”.
En unos días, Guadalupe se recuperó de la covid-19, pero no del dolor. Ahora intenta hacer vida normal pero por momentos se derrumba y piensa en lo que le ayudó a aguantar esos trágicos días.
“Mi hijo el chiquito es el que me mantuvo de pie”, asegura.
“ME DESPIDIERON POR PEDIR CUBREBOCAS”
Ese día de junio era uno más para Jorge Pérez. Había llegado minutos antes de las seis de la mañana al hospital público 20 de Noviembre de la capital mexicana. Pero al salir tras una exhausta jornada limpiando baños y oficinas se topó con un equipo de televisión.
“Una televisora me paró y me dijo que cómo me trataban en el hospital. Dije que mal. No nos dan ni cubrebocas y si exigimos, nos dicen que nos van a correr”, relata este hombre de 71 años y pequeña estatura al que cariñosamente llaman Jorgito.
Y la amenaza se cumplió. Tras la entrevista, fue despedido por la empresa que lo había contratado para la limpieza del centro médico.
A Jorgito se la tenían jurada desde hacía tiempo porque era de los pocos que se atrevía a levantar la voz por la falta de protección.
“Cuando me dijeron que el hospital se iba a llenar de covid, sí empecé a trabajar con más miedo”, recuerda Jorgito, quien intentó sin éxito que sus compañeros también se quejaran.
Pero el miedo de los otros a perder el empleo era mayor luego de que la pandemia se llevara más de 650.000 trabajos formales en 2020 y muchísimos más de informales.
Desde su despido, Jorgito va consiguiendo “algún que otro trabajo” puntual con el que apenas se mantiene. “Imagínese pagar la renta, mi alimentación, vestido, calzado. ¿De dónde? No hay”.
Amnistía Internacional lo apoya con una campaña para que lo “indemnicen como es debido”. Aunque Jorgito tiene otro reclamo: “Que no se olviden de mis compañeros, es lo que más pido”.
“LA INFORMACIÓN FUE MUY MALA”
La última vez que Federico Neri habló con María Jesús fue en octubre en la puerta del hospital Troncoso, cerca de su casa. No esperaba que meses después solo pudiera ver a su esposa en un retrato.
Como tantos otros familiares que no pueden acceder al interior del hospital, Federico, con una larga y canosa barba que le confiere un aire de sabiduría, sufrió la angustia de no estar cerca de su allegada.
“Fue muy mala la información. En lugar de informar y tranquilizar a los familiares, a nosotros nos creó inquietud y desasosiego”, detalla con cierta timidez desde el salón de su casa.
Incluso hoy no entiende lo que pasó con ella. A María Jesús, de 64 años, la hospitalizaron con neumonía en el área de atención a enfermos de covid aunque dio negativo a la prueba.
En menos de una semana le dieron el alta, pero unos días después volvió a enfermar, la ingresaron y falleció en el hospital. Esta vez no llegó el resultado de la prueba, pero en el certificado de defunción pone que la causa es SARS-CoV-2.
“Son varias cositas las que me hacen pensar que fue una negligencia. Primero, el ingresarla al área covid sin estar seguros”, cuenta roto su esposo, quien nunca sabrá de ciencia cierta si María Jesús se contagió en el mismo hospital.
Federico ya casi solo sonríe cuando recuerda aquel 1982 en que conoció a María Jesús tras incendiarse una tienda. Él le pidió un chicle y ella le dio un beso. Info, Prensa Mexicana